La historia de la humanidad es esta: Dios nos creó a Su imagen para vivir en una relación cercana con Él, dependiendo de Su amor y disfrutando de Su compañía. Pero el ser humano decidió vivir independiente de Dios, tratando de construir su propia vida lejos de Su liderazgo, Su voluntad y Su cuidado.

Por eso hoy sentimos que algo nos falta y que algo está roto por dentro. Llevamos deseos y anhelos profundos que este mundo nunca podrá satisfacer, y seguimos buscando vida y plenitud en lugares y estrategias que no funcionan.

Hay un dicho en inglés que lo expresa bien: “hurt people hurt people” —la gente herida tiende a herir a otros. Vivimos en un mundo caído donde personas lastimadas generan más dolor, creando un ciclo interminable de heridas y sufrimiento. Nadie escapa a las consecuencias de nuestra separación de Dios; todos cargamos quebrantos internos más profundos de lo que solemos reconocer.

Tanto quienes no creen en Dios como quienes ya siguen a Jesús necesitan Su amor, Su sanidad y Su restauración. Por eso, el Padre envió a Su Hijo Jesucristo: para abrir el camino de regreso a una relación viva con Él y darnos acceso a la vida abundante que solo se encuentra en Su presencia.

La sanidad interior forma parte del proceso de discipulado. Es el camino en el que Dios nos reconcilia consigo mismo, restaura lo que está roto y transforma nuestro interior: sanando nuestras heridas emocionales, renunciando a nuestras estrategias equivocadas nacidas del egoísmo y la autosuficiencia, y abrazando, con humildad, el camino que nuestro Creador trazó para nosotros.