blog entry 7/1/2025
In the book The Prince and the Pauper, Mark Twain tells the tale of Edward Tudor, heir to the English throne, who suddenly finds himself living among the poor after switching places with a beggar boy who looks just like him—Tom Canty (perhaps what we’d call a true doppelganger!). At first, the switch might have been a quick experiment to experience life as an ordinary boy, but whatever the reason, events forced both boys to remain in their swapped roles for much longer than expected. What follows is more than a case of mistaken identity—it’s a revealing picture of how true sonship must be rooted deeply enough to withstand misunderstanding, injustice, and mockery.
As Edward walks through the streets of London in rags, he is repeatedly ridiculed, beaten, and disbelieved. He is treated as mad when he claims to be the Prince of Wales. A man who encounters him calls him “a poor lad with empty dreams,” and he is even arrested and nearly hanged. Yet despite his harsh treatment and humiliating circumstances, Edward never stops asserting who he truly is:
“I tell you I am the Prince of Wales! My father is the King! I am no beggar-boy!”
This steadfastness is remarkable. Though no one recognizes him, and he possesses nothing outward to validate his claim—no garments, no title, no royal court around him—he holds fast to his identity. More than that, he lives from it. Edward continues to speak and act like royalty, even making promises of future reward to those who help him, including the kind-hearted Miles Hendon. At one point, he even declares with confidence:
“When I am King, I will not forget thee.”
These moments echo something deeply spiritual for us as followers of Jesus. In Christ, we have been given a new identity—sons and daughters of God, co-heirs with Christ (Romans 8:17). Yet, like Edward, we often find ourselves in a world that does not see our royalty. We may wear the “rags” of suffering, rejection, or spiritual obscurity, and the enemy will whisper, “You’re just a beggar. Who do you think you are?”
But the Father is seeking to form in us the same kind of unshakable sonship that was embodied in Christ, and reflected in Edward. Consider Jesus, who heard the voice of the Father at His baptism—“You are my beloved Son; in you I am well pleased”—and then was led into the wilderness to be tested. Like Edward, Jesus had no outward signs of royalty in that desert, but He was secure in who He was. “See what great love the Father has lavished on us, that we should be called children of God! And that is what we are!”— 1 John 3:1
Edward’s unwavering confidence—though mistaken for madness—teaches us that our spiritual identity must be so deeply rooted that it endures ridicule, trials, and contradiction. His inner reality shaped his outer response. He showed mercy, made judgments, and carried himself with honor. Likewise, sonship is not merely a status; it’s a way of being that reflects the heart of the King.
“Royalty is in my blood. I am not one of you.”— The Prince and the Pauper
This echoes the words of Scripture in 1 Peter 2:9: “But you are a chosen people, a royal priesthood, a holy nation, God’s special possession…” Even in suffering, Edward does not attempt to become a prince—he already is one. In the same way, we don’t strive to become children of God—we are in Christ. The work of the Spirit is to align our thinking, feeling, and living with that truth.
Becoming Who We Already Are
When Edward finally returns to the throne, he rules with compassion and wisdom, having experienced the pain and injustice of those beneath him. His suffering refined him and prepared him to reign.
God often forms His sons and daughters in hiddenness before He reveals them in fullness. Our royalty may not be seen by those around us. But the Father’s declaration over us is louder than the world’s rejection. His voice is the anchor of our identity. Like Edward, may we learn to say with conviction, not based on our circumstances but on the Father’s word:
“I am a child of the King. I will not forget who I am.”
Let us walk in that truth—not for identity, but from it—until the day our true identity is fully revealed (Colossians 3:3–4), and the world sees the glory of the sons and daughters of God.
En el libro "El Príncipe y el Mendigo," Mark Twain cuenta la historia de Edward Tudor, heredero al trono de Inglaterra, quien de repente se encuentra viviendo entre los pobres después de intercambiar lugares con un joven mendigo que se parece muchísimo a él—Tom Canty (¡lo que hoy llamaríamos un verdadero doble!). Al principio, el cambio parece un simple experimento para vivir como un niño común, pero sea cual sea la razón, las circunstancias obligan a ambos a permanecer en sus nuevos roles por mucho más tiempo del esperado. Lo que sigue no es solo un caso de identidad equivocada, sino una imagen profunda de cómo la verdadera filiación debe estar tan arraigada que pueda resistir la incomprensión, la injusticia y la burla.
Mientras Edward camina por las calles de Londres vestido con harapos, es ridiculizado, golpeado y tratado como loco por afirmar que es el Príncipe de Gales. Un hombre incluso lo llama “un pobre chico con sueños vacíos” y en un momento es arrestado y casi ahorcado. Sin embargo, a pesar del trato cruel y las circunstancias humillantes, Edward nunca deja de afirmar quién es realmente:
“¡Les digo que soy el Príncipe de Gales! ¡Mi padre es el Rey! ¡No soy un mendigo!”
Esta firmeza es impresionante. Nadie lo reconoce, no tiene nada externo que confirme su identidad—ni ropas reales, ni título, ni una corte que lo respalde—pero él se mantiene firme en lo que sabe que es. Y más que eso, vive desde esa verdad. Edward sigue hablando y actuando como un verdadero príncipe, incluso hace promesas de recompensa futura a quienes lo ayudan, como al bondadoso Miles Hendon. En un momento le dice con confianza:
“Cuando sea Rey, no me olvidaré de ti.”
Estos momentos reflejan algo profundamente espiritual para nosotros como seguidores de Jesús. En Cristo, se nos ha dado una nueva identidad: somos hijos e hijas de Dios, coherederos con Cristo (Romanos 8:17). Pero, al igual que Edward, muchas veces vivimos en un mundo que no reconoce nuestra realeza espiritual. Podemos llevar los “harapos” del sufrimiento, el rechazo o el anonimato espiritual, y el enemigo susurra: “Eres solo un mendigo. ¿Quién te crees que eres?”
Pero el Padre quiere formar en nosotros una identidad como hijos que sea firme e inquebrantable—como la que vivió Jesús, y que también vemos reflejada en Edward. Pensemos en Jesús, quien escuchó la voz del Padre en su bautismo:
“Tú eres mi Hijo amado, en quien me complazco,” y luego fue llevado al desierto para ser probado. Al igual que Edward, Jesús no tenía señales visibles de realeza en ese momento, pero estaba completamente seguro de quién era.
“¡Miren cuánto amor nos ha dado el Padre, que se nos llame hijos de Dios! ¡Y eso es lo que somos!”
— 1 Juan 3:1
La confianza inquebrantable de Edward—aunque otros la tomaran por locura—nos enseña que nuestra identidad espiritual debe estar tan profundamente arraigada que resista la burla, las pruebas y la contradicción. Su realidad interior moldeaba su manera de vivir. Mostraba misericordia, tomaba decisiones justas, y se comportaba con dignidad. De la misma manera, la filiación no es solo un estatus; es una forma de vivir que refleja el corazón del Rey.
“La realeza está en mi sangre. No soy uno de ustedes.”
Esto nos recuerda las palabras de 1 Pedro 2:9: “Pero ustedes son linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios…” Incluso en medio del sufrimiento, Edward no intenta convertirse en príncipe—él ya lo es. De la misma manera, nosotros no luchamos para llegar a ser hijos de Dios—ya lo somos en Cristo. La obra del Espíritu es alinear nuestros pensamientos, sentimientos y acciones con esa verdad.
Llegar a Ser Quienes Ya Somos
Cuando Edward finalmente regresa al trono, gobierna con compasión y sabiduría, habiendo experimentado en carne propia el dolor y la injusticia que sufren los más vulnerables. Su sufrimiento lo refinó y lo preparó para reinar.
Dios muchas veces forma a Sus hijos e hijas en lo oculto antes de revelarlos en plenitud. Nuestra realeza puede no ser visible a los ojos del mundo, pero la declaración del Padre sobre nosotros es más fuerte que cualquier rechazo. Su voz es el ancla de nuestra identidad. Como Edward, aprendamos a decir con convicción—no por lo que vemos a nuestro alrededor, sino por lo que Dios ha dicho:
“Soy hijo del Rey. No olvidaré quién soy.”
Caminemos en esa verdad—no para obtener identidad, sino desde ella—hasta el día en que nuestra verdadera identidad sea completamente revelada (Colosenses 3:3–4), y el mundo vea la gloria de los hijos e hijas de Dios.