Rasgos Duraderos de la Iglesia del Siglo I
Raimer Rojas
Discipleship • Enduring Traits of the First-Century Church (En)
Raimer Rojas
Discipleship • Enduring Traits of the First-Century Church (En)
¿Por qué escribí este artículo? Lo escribí para ayudarnos a ver con mayor claridad lo que la iglesia estaba destinada a ser. Mi esperanza es que le dé a los líderes un momento para pausar, reflexionar y preguntarse: ¿Estamos construyendo lo que Jesús quiso?
En el discipulado, miramos a Jesús como nuestro modelo de madurez. De la misma manera, miramos a la iglesia primitiva como nuestro modelo de lo que la iglesia estaba destinada a ser. Aunque imperfecta y aún en crecimiento, nos ofrece la imagen más clara del diseño de Dios para Su pueblo: formado por Cristo, lleno de Su Espíritu y viviendo Su misión juntos.
Raimer Rojas
PDF: Autoevaluación: Rasgos Duraderos de la Iglesia del Siglo I
Cada generación de creyentes lo siente eventualmente: la sensación de que falta algo vital. Leemos sobre la iglesia vibrante y transformadora del mundo en el libro de los Hechos y percibimos una brecha entre esa realidad y lo que muchas veces experimentamos hoy en la iglesia. Como respuesta, muchos líderes recurren a nuevas estrategias, estructuras o programas, esperando recuperar lo que se ha perdido. Pero con frecuencia, estos esfuerzos solo tocan la superficie: ajustan los métodos sin tocar los cimientos.
La verdad es que gran parte de la iglesia moderna ya no se parece a la iglesia que Jesús fundó y que los apóstoles edificaron. Pero si volvemos nuestra mirada a los creyentes del siglo I, descubrimos un patrón poderoso. Eran personas comunes con una devoción extraordinaria: llenos del Espíritu, centrados en el evangelio y radicalmente entregados a Jesús y a Su misión.
En solo unas décadas, el mensaje de Jesús se había extendido por regiones enteras. Hechos 19:10 declara que “toda la población de Asia oyó la palabra del Señor.” Sus vidas brillaban tanto por Cristo que el evangelio no podía ser contenido.
Así que debemos preguntarnos: ¿Qué tenían ellos que hemos perdido? ¿Y qué podemos recuperar de ellos para que la iglesia hoy vuelva a ser la comunidad radiante, misionera y transformadora que Dios quiso?
A continuación, algunos de los “Rasgos Duraderos” de la Iglesia del Siglo I—las cualidades que impulsaron su misión transformadora y encendieron al mundo con el mensaje de Jesús.
Los primeros creyentes eran considerados radicales—no por violencia o extremismo, sino porque vivían para un solo Rey: Jesús. En una cultura que exigía lealtad a César, ellos confesaban valientemente: “Jesús es Señor,” aun frente a la persecución.
Su objetivo era ser como Él: pensar, hablar y actuar como Él. El discipulado no era un programa a corto plazo, sino un camino de transformación de toda la vida. Su lealtad no era hacia un sistema religioso, gobierno o movimiento, sino hacia la persona viva de Jesucristo.
“El que dice que permanece en Él, debe andar como Él anduvo.” —1 Juan 2:6
Lo que movía a la iglesia primitiva no era el deber ni la tradición, sino el amor. Habían visto y experimentado el amor de Cristo, y eso lo cambiaba todo. Como escribió Pablo:
“Porque el amor de Cristo nos constriñe...” —2 Corintios 5:14a
Su devoción a Jesús no se basaba en cumplir rituales religiosos, sino en el desbordamiento de un corazón transformado. Ese amor se expresaba en servicio radical, perdón y cuidado sacrificial unos por otros (Juan 13:34–35) y por cualquiera en necesidad dentro de su comunidad. El amor era su mensaje y su método.
Los primeros creyentes vivían una unidad radical que sorprendía al mundo. Se reunían en casas, compartían comidas y adoraban juntos más allá de diferencias culturales, de clase o género. Ricos y pobres, judíos y gentiles, hombres y mujeres—todos se convirtieron en una sola familia en Cristo.
En un mundo dividido por poder y privilegio, la iglesia se convirtió en una imagen viva de la nueva humanidad de Dios (Efesios 2:14–16; Gálatas 3:28). Su unidad en medio de las diferencias demostraba que Jesús derriba todo muro.
La adoración no era solo algo que la iglesia primitiva hacía; era quienes eran. Su adoración se basaba en el carácter eterno de Dios, Su gloria y Su valor supremo, no en sus circunstancias, preferencias o sentimientos. Adoraban con gozo y en sufrimiento, en libertad y en cadenas, entendiendo que adorar es responder a quién es Dios, no solo a lo que hace por ellos en un momento.
Incluso frente a la persecución o la amenaza de muerte, su devoción no vacilaba:
“…no amaron sus vidas hasta el punto de evitar la muerte.” —Apocalipsis 12:11b
Este tipo de adoración fluía de corazones completamente entregados a Cristo—vidas alineadas con Su voluntad, deseosas de honrarlo por encima del confort, la seguridad o el reconocimiento.
Su adoración era tanto personal como comunitaria. En casas, calles y reuniones, glorificaban a Dios con oración, canto, testimonio y obediencia. Era transformadora para ellos y para quienes la presenciaban. Energizaba su misión, sostenía su perseverancia en medio del sufrimiento y renovaba constantemente su amor por Jesús.
Para la iglesia primitiva, la adoración estaba inseparable de la vida misma: no era una práctica a programar, un estilo a elegir o una emoción a provocar; era el flujo natural de corazones cautivados por Cristo. La verdadera adoración moldeaba su carácter, decisiones, misión e impacto en el mundo.
La iglesia primitiva oraba con una fe audaz que movía el corazón de Dios. A diferencia de muchas oraciones modernas enfocadas en comodidad o protección, sus oraciones se centraban en la misión y la gloria de Dios. Cuando enfrentaban persecución, no pedían seguridad, sino valentía para seguir proclamando a Jesús (Hechos 4:29–31).
Sabían que la transformación comienza desde adentro. En lugar de pedir circunstancias más fáciles, oraban por fortaleza interior, madurez espiritual y carácter semejante a Cristo (Efesios 3:16–19; Colosenses 1:9–11). Sabían que mientras los creyentes fueran formados a la imagen de Cristo, el mundo a su alrededor se transformaría inevitablemente.
La iglesia primitiva se caracterizaba por un amor tangible y activo que iba mucho más allá de las palabras o sentimientos. La compasión estaba en el corazón de su comunidad, fluyendo naturalmente para cubrir necesidades reales. Veían el sufrimiento de los vulnerables, enfermos y marginados, y respondían de inmediato, aun cuando tenían poco que dar.
Su cuidado no dependía de la abundancia. Hechos 3:1–8 muestra esto claramente: cuando Pedro y Juan vieron a un hombre lisiado de nacimiento, le dijeron: “No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy.” Y en ese momento, dieron todo lo que tenían: sanidad completa en el nombre de Jesús. Esto demuestra que su compasión era una fe encarnada—una fe visible en acción sacrificial y valiente.
Hechos 2:44–45 describe aún más su estilo de vida de cuidado mutuo: “Todos los creyentes estaban juntos y tenían todas las cosas en común. Vendían propiedades y posesiones para dar a los necesitados.” Su generosidad y amor eran constantes, no ocasionales.
La compasión se extendía más allá de la comunidad interna. La iglesia primitiva alcanzaba hacia afuera, siguiendo el ejemplo de Jesús, quien “andaba haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo” (Hechos 10:38). Su amor era práctico, sacrificial y transformador, mostrando el evangelio de manera visible en el mundo.
Este rasgo duradero demuestra que el poder de la iglesia primitiva no estaba solo en la enseñanza o la misión, sino en un amor que pasaba de la creencia a la fe activa. La compasión era una expresión constante e inquebrantable de su devoción a Cristo, una fuerza que sanaba, restauraba y revelaba el Reino de Dios dondequiera que iba.
Cuando las Escrituras dicen que “perseveraban en la enseñanza de los apóstoles” (Hechos 2:42), significa que se dedicaban a la Palabra de Dios tal como la enseñaban y vivían quienes habían caminado con Jesús. El Nuevo Testamento aún no estaba completo, pero los apóstoles daban testimonio directo de todo lo que Jesús dijo y hizo (1 Juan 1:1–3).
Para la iglesia primitiva, la Escritura no era solo para estudiar; era la autoridad suprema para creer y actuar, y su currículo central de crecimiento espiritual. La Palabra moldeaba su identidad, guiaba su misión y formaba su discipulado.
La iglesia primitiva sabía que no podía cumplir la misión de Jesús con fuerzas humanas. El mismo Espíritu que había empoderado a Cristo los llenaba ahora—guiándolos, revelándoles y fortaleciéndolos cada día (Juan 14:16–17; Hechos 1:8).
Cada aspecto de su vida y ministerio dependía de la presencia del Espíritu: desde decisiones de liderazgo hasta testimonio valiente, desde unidad en la diversidad hasta perseverancia en pruebas. El Espíritu Santo no era un invitado en sus reuniones, sino la vida misma de la iglesia.
Jesús no solo era su Salvador y Señor, sino también su modelo para vivir, amar y liderar. Encarnó obediencia perfecta al Padre, humildad en el servicio, compasión por las personas y poder por el Espíritu. Su ritmo de oración, dependencia de Dios y entrega total se convirtió en el patrón a imitar (Juan 5:19; Filipenses 2:5–8).
Si bien los primeros creyentes aprendían mucho del ejemplo mutuo, su referencia última era siempre Jesús. Toda enseñanza, acto de servicio y expresión de amor fluía del deseo de caminar como Él.
Seguir a Jesús significaba más que copiar sus acciones: implicaba conformarse a Su misma naturaleza. Querían pensar Sus pensamientos, sentir Su compasión y responder al mundo como Él lo hacía. Su objetivo no era solo hacer lo que Jesús hizo, sino pasar tiempo en Su presencia y volverse como Él desde adentro hacia afuera (Romanos 8:29; 1 Juan 2:6).
El evangelio que predicaban no era un intercambio superficial de “repite esta oración y iras al cielo cuando mueras.” Era el Evangelio del Reino—las buenas nuevas de Jesucristo, cumplidas por Su vida, muerte, resurrección, ascensión y reinado como Rey sobre toda la creación (Marcos 1:14–15; Filipenses 2:9–11).
Este mensaje exigía lealtad total a Jesús. La salvación no era una decisión puntual, sino una invitación al discipulado y la transformación de toda la vida. Creer en el evangelio significaba entrar al Reino y someterse a su Rey.
“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.” —Mateo 16:24
Los líderes de la iglesia del siglo I no eran profesionales que gestionaban una institución, sino padres y madres espirituales que cuidaban y nutrían a una familia. Lideraban con convicción santa, humildad y un deseo ardiente de ver a Cristo formado en otros (Gálatas 4:19), siguiendo el ejemplo de Jesús e invitando a otros a hacer lo mismo. Su liderazgo estaba marcado por el corazón de siervo, enfocado en empoderar a otros en lugar de acumular control, y siempre orientando a las personas de vuelta a la Palabra de Dios como la guía suprema para la vida, el ministerio y la toma de decisiones.
La autoridad en la iglesia primitiva era compartida y guiada por el Espíritu, distribuida entre ancianos, apóstoles, profetas, maestros y otros creyentes con dones (Efesios 4:11–12). Las decisiones, ya fueran menores o fundamentales, se tomaban en comunidad, se confirmaban en oración y se guiaban por las Escrituras (Hechos 6:2–6; 15:6–22). El capítulo 15 de Hechos demuestra claramente este modelo: incluso en decisiones cruciales, los líderes buscaban juntos la dirección de Dios, mostrando cómo cada elección—grande o pequeña—se tomaba con discernimiento, humildad y obediencia a Él.
De esta manera, establecían no solo reglas, sino valores centrales y principios orientadores—afirmaciones que ayudaban a los creyentes perseguidos a saber cómo vivir fielmente y tomar decisiones sabias, en lugar de simplemente seguir un conjunto de normas o expectativas.
Porque el liderazgo era descentralizado y colaborativo, el movimiento era imparable. Cuando la persecución dispersaba a los creyentes, la misión continuaba a través del pueblo, no solo de los pastores. La iglesia crecía gracias a la responsabilidad compartida, la rendición de cuentas mutua y la dependencia del Espíritu, no de estructuras humanas, construyendo comunidades sobre la roca firme de Jesucristo.
En el corazón de la iglesia primitiva estaba un estilo de vida de multiplicación. El evangelio se difundía como un fuego, no a través de predicadores famosos, sino por creyentes comunes que habían encontrado a Jesús, sido llenos de Su Espíritu y llevado Su mensaje a donde fueran.
Cuando Jesús dio la Gran Comisión (Mateo 28:19–20), no les mandó reunir multitudes, sino hacer discípulos que obedecieran todo lo que Él había mandado. Esto no era un evento, sino un estilo de vida.
Incluso antes de Su muerte, Jesús envió a los setenta y dos (Lucas 10:1–23), mostrando Su intención de que muchos, no solo los Doce, continuaran Su misión. La iglesia primitiva entendió esto: seguir a Jesús significaba formar discípulos que multiplican, viviendo una fe encarnada que se multiplica.
Cada creyente se veía personalmente responsable de avanzar la misión de Dios. La propagación del evangelio no se dejaba a unos pocos apóstoles o líderes profesionales; era el llamado compartido de toda la comunidad.
Cuando la persecución dispersó a los creyentes, “los que habían sido dispersos iban por todas partes predicando la palabra” (Hechos 8:4). La iglesia en Filipos fue un modelo de colaboración, dando generosamente para apoyar la obra del evangelio (Filipenses 1:3–5; 4:15–16).
La misión no era un departamento de la iglesia; era la vida de la iglesia. Cada creyente llevaba el mensaje de Jesús a casas, mercados y ciudades hasta que Su nombre fuera conocido.
La iglesia primitiva no retrocedía ante la adversidad. La persecución, el encarcelamiento y la pérdida no silenciaban su testimonio; lo purificaban. Veían el sufrimiento como comunión con Cristo (Filipenses 3:10).
Cuando los apóstoles eran golpeados y amenazados, “se regocijaban de ser considerados dignos de padecer deshonra por el nombre” (Hechos 5:41). Pablo recordaba que “por muchas tribulaciones debemos entrar en el reino de Dios” (Hechos 14:22).
Su perseverancia se convirtió en uno de sus mayores testimonios. Cuanto más presionados, más se expandía el evangelio. Su fe en la adversidad mostró al mundo que el Reino de Dios no avanza por comodidad o conveniencia, sino a través de un pueblo totalmente entregado a Jesús, sin importar el costo.
La iglesia del siglo I transformó el mundo no por edificios, presupuestos o influencia, sino porque estaba totalmente entregada a Jesús y empoderada por Su Espíritu. Su fe era simple pero profunda, comunitaria pero misionera, fundamentada en la verdad y encendida por el amor. Todo lo que hacían fluía de una relación viva con Cristo y un compromiso compartido con Su misión.
Si la iglesia moderna quiere caminar nuevamente con ese poder, debemos volver a esos cimientos: discipulado total, dependencia guiada por el Espíritu, devoción a la oración y la Palabra, amor radical, liderazgo compartido y perseverancia gozosa en el sufrimiento. No son ideales antiguos, sino realidades vivas que aún pueden moldearnos hoy.
Cuando la iglesia recupere estos rasgos duraderos, volverá a ser lo que Jesús quiso desde el principio: un pueblo formado por Su vida, de modo que Su presencia y poder fluyan naturalmente a través de ellos, transformando vidas, ciudades y naciones para la gloria de Dios.